Se respiraba una mezcla de polvo y óxido, de ceniza
y de sangre. El gris y el rojo del fuego eran los dos únicos colores que
tapizaban el paisaje. De vez en cuando se oían grandes estruendos, tan potentes
como relámpagos y truenos en un día de tormenta. Allí también llovía. Llovían
lágrimas secas de llorar, llovían llantos silenciados por la congoja, llovía,
llovía… llovía sobre la llama, sobre lo gris, sobre los cuerpos inertes
apilados en la arena. Muchos de ellos eran mujeres y niños. Sobre todo niños.
La ciudad que no duerme parecía gritar de súplica. ¿Cuándo iba a terminar?
A lo lejos, en un patio vallado de proyectiles, ella
jugaba. Sus ojos se habían acostumbrado a la muerte. Acudía a la escuela siempre
que las condiciones se lo permitieran. En cambio, muchos de sus compañeros
preferían quedarse refugiados en sus casas… o lo que quedaba de ellas. Pero
ella quería estudiar, anhelaba una vida mejor y los estudios constituían una
excelente inversión de futuro. Sin embargo,
resultaba tremendamente complejo hacerlo en un clima de violencia e
incertidumbre. Las escuelas y hospitales solían ser los principales blancos.
Existía también escasez de papel. Muchos
conocimientos tenían que transmitirse de forma oral o mediante pizarras y tiza.
Por eso mismo, su libro, el único que poseía, constituía una verdadera
reliquia. Lo llevaba siempre cuidadosamente guardado en su bolso. “A Rawiyah”,
rezaba. Rawiyah. Su nombre, que significaba narradora de historias, no podía
haber sido más acertado. Y así era como, día tras día, acudía después de clase
a su refugio secreto para devorar palabras. Lo había leído ya unas cuantas
veces, pero cada lectura traía diferentes encuentros. Lo malo era que a veces
no se concentraba todo lo que quisiera debido al hambre. Sin duda, leer era una
ardua tarea en tiempos de guerra. También su única fuga.
Le gustaba imaginarse mundos paralelos, ojos sin
miedo, labios que se curvaban de felicidad, piernas que corrían de alegría,
brazos que no portaban armas… todo eso imaginaba. Y flores, y color, y vida, y
sueños. Rawiyah, la narradora de historias, mantenía su “adab”, la esperanza.
Jamás la perdió. Y se aferró a ella igual que sus manos se aferraban a su libro
el día que cayó la bomba en su refugio secreto. Adab hasta el último suspiro…
Cuando la encontraron, Rawiyah parecía dormida,
abrazada a las páginas que la transportaron al cielo. Y sonreía. Desafió al
mundo con su sonrisa. Combatió las bombas con su sonrisa. Irradió sonrisa
contra los días ceniza… Gaza. Su sonrisa. Y lo único a lo que aspiró siempre
esa sonrisa fue a soñar con una jaula sin barrotes. Para algunos no significaba
nada; para ella lo significó todo.
Se respiraba una mezcla de polvo y óxido, de ceniza
y de sangre. El gris y el rojo del fuego eran los dos únicos colores que
tapizaban el paisaje. ¿Cuándo iba a terminar?
Andrea Mateos
@prepyus