Setecientos años después, sus manos se asían,
entrelazadas, en la capilla de Saint Morrell. Escapando de la carne y de los
huesos, la muerte ponía fin a su vida, siguiendo adormecidos el sino que lapida
lo tangible. Y el cuerpo se convirtió en ceniza y el alma en un soplo de
viento… porque hay amores que, vivos, mueren, y amores que, muertos, permanecen
vivos.
La tragedia, el amor y la muerte, han sido siempre
temas candentes en la literatura, la historia eterna a la que los escritores de
todos los tiempos recurren como su más fiel musa: Cumbres Borrascosas, Ana Karenina o Madame Bovary son sólo unos ejemplos ilustrativos. Hasta en Blancanieves o La Bella Durmiente la princesa tenía que morir para resucitar por
amor y vivir, para siempre, en la dicha.
Es tan puro el sentimiento que produce un beso en la
lucha del mal contra el bien, que es el amor… ese amor invencible que todo lo
puede. “Omnia vincit Amor”, decía Virgilio, y añadía: “et nos cedamus Amori”
(rindámonos a él).
¿Será utópico pensar en el amor como bien supremo,
camino que conduce a la felicidad, capaz de soslayar las trabas que disponga el
sendero? Así nos lo dispuso Disney y la mayoría de los cuentos que nos leían de
niños. Hasta en la literatura trágica, el morir se presenta como otra forma de
conquistar el amor en el mundo de los sueños, al ser inalcanzable en el real.
¿Se puede morir de amor?
Bien definía Bécquer en uno de sus poemas:
"Podrá nublarse el sol eternamente;
podrá secarse en un instante el mar;
podrá romperse el eje de la tierra
como un débil cristal.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón;
pero jamás en mí podrá apagarse
la llama de tu amor."
(Artículo publicado en: http://theobjective.com/blog/es/andrea-mateos/2014/09/20/omnia-vincit-amor)
Andrea Mateos
@prepyus
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